Sentada, sobre la banqueta donde descansa el caballito de Sebastián, mordía un membrillo. Este era amarillo, jugoso, ácido, fragante. Lo mordía escuchando como crujía su piel bajo mis dientes y como la saliva que segregaban mis glándulas hacían que el pedazo que masticaba fuera más fácil de comer. Apenas comenzaba a lloviznar. Unas pequeñas gotitas mojaban mis jeans, mi sueter, mi bolsa. Fue momento de sacar mi paragüas, o como tú dices, sombrilla. Lo extendí con una mano, mientras con la otra le subía a una canción de los bunkers: Llueve sobre la ciudad. Lo que restaba de membrillo, descansaba sobre mis piernas. Guardé el ipod en el bolsillo de mi pantalón y seguí mordiendo mi fruto. La lluvia comenzaba a arreciar y miraba el reloj de manera casi molesta, creyendo que así llegarías más pronto....Yo, sentada sobre Reforma y Bucareli, comenzando a empaparme, con el corazón de un membrillo entre las piernas y el paragüas sostenido con la mano izquierda. Esperando. ...Yo, de pie, con el paragüas escurriendo, el agua mojándome los tenis, el corazón del membrillo entre los dedos de mi mano derecha y mi bolso en el hombro izquierdo. Esperando.
...Yo, completamente mojada, mirando el reloj y vigilando Cuauhtémoc, con el paragüas cerrado por su insuficiente ayuda debido al aguacero que estaba cayendo, el corazón del membrillo arrastrado por la corriente de agua que se formó a lo largo de Reforma. Desesperando.
...Yo, enfilando hacia el Monumento a la Revolución con un taxi pisándome los talones....Tú, corriendo hacia mi, después de bajar del taxi que casi me atropella.
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